Reseñas
La utilidad de lo inútil o por qué estudiar la Antigüedad importa
Reseña bibliográfica de: Morley, N., El mundo clásico. ¿por qué importa?, Madrid, Alianza Editorial, 2019, 153 pp., ISBN: 978-84-9181-391-0
“La única razón que se puede aducir es que leer los clásicos es
mejor que no leer los clásicos”1
Neville Morley, profesor en la Universidad de Exeter, se formó en estudios clásicos e historia antigua en Cambridge, donde fue discípulo de Peter Garnsey en el Emmanuel College. Actualmente, se especializa en historia social y económica de la Antigüedad, recepción e influencia de textos clásicos en el mundo moderno y, asimismo, en aproximaciones teóricas y metodológicas a la historia antigua. Son estos últimos temas, especialmente lo que atañe a recepción e influencia actual de los clásicos griegos y romanos, sobre los que reflexiona sucintamente, pero con espíritu polémico, en El mundo clásico ¿por qué importa?2
Aunque el tema que discute el libro ha estado sobre el tapete desde hace tiempo, Morley viene a evidenciar que muchas de las luchas en el campo de estudios de la Antigüedad siguen vigentes y aún están lejos de resolverse. Asimismo, el lector notará que algunas cuestiones no se limitan a ese ámbito, sino que guardan relación con las humanidades en general, cuyo valor en la formación de las personas no deja de ponerse en cuestión.3
El mundo clásico ¿por qué importa? consta de cuatro capítulos y un epílogo e incluye, al final, una sección de lecturas complementarias, para el lector que desee ahondar en los temas tratados en cada capítulo, y un índice onomástico y de contenidos, útil para consultas específicas de la obra. El trabajo contiene 4 figuras, que sirven de ejemplos gráficos de temas analizados.
Finalmente, también cabe mencionar el aporte del traductor español, Antonio Guzmán Guerra, especialista en filología griega de la Universidad Complutense de Madrid, que agregó una sección de referencias recomendadas para lectores en español e, igualmente, varios comentarios en notas al pie para estos últimos.4 Una labor que destacamos, puesto que no es habitual en todas las traducciones al español de investigaciones u obras de divulgación sobre la Antigüedad. De este modo, Guzmán Guerra enriquece una reflexión del mundo clásico realizada por Morley desde su contexto anglosajón y para una audiencia principalmente, aunque no solo, angloparlante.
El primer capítulo, “¿Qué pasa con el mundo clásico?”, hace de introducción al volumen presentando temas que serán retomados y profundizados en los siguientes capítulos. Allí, el autor hace un recorrido por el estudio y el valor atribuido a los clásicos griegos y romanos desde el Renacimiento hasta hoy en día, resaltando, por un lado, la influencia que el mundo clásico tuvo y tiene en el desarrollo de ideas y acciones en diferentes contextos socio-político-culturales de sociedades de Europa occidental –especialmente, Gran Bretaña y Alemania– y Estados Unidos. Por otro lado, en ese rápido repaso, Morley denuncia, retomando críticas poscoloniales, interpretaciones que se han propuesto en distintas épocas –la actual inclusive–, que han manipulado el pasado griego y romano para justificar ciertas políticas, actitudes y comportamientos reprensibles. En ello, subraya, han incurrido no solo aficionados y políticos, sino también especialistas de la disciplina académica de estudios clásicos. El autor cierra el capítulo marcando que aún hoy es posible identificar una tensión entre estas lecturas del mundo clásico en algunos ámbitos y la defensa de los estudios clásicos que propone gran parte de los académicos, quienes aseveran que dichos estudios son fundamentales para la educación del ciudadano. Un problema que detecta Morley aquí es que los académicos rara vez salen a escena para cuestionar esas lecturas de los clásicos y para precisar de qué modo deben leerse los clásicos para que su estudio resulte fructífero.5 En la misma línea, se hace un llamado a sacar a los clásicos griegos y romanos del pedestal en que han sido colocados y democratizarlos. Asimismo, Morley critica que la disciplina de los estudios clásicos esté en su gran mayoría en manos de hombres blancos y de la élite y aboga por fomentar la apertura del campo a otros grupos sociales.
El capítulo dos, “Cartografiar el pasado”, ofrece precisiones sobre el campo de los estudios clásicos. Morley expone cómo las delimitaciones geográficas y cronológicas de los estudios clásicos han ido cambiando con la renovación constante de perspectivas teóricas y enfoques que han posibilitado plantear nuevos interrogantes, profundizar en el estudio crítico de las fuentes e, incluso, modificar la concepción del objeto de investigación, lo que ha llevado en algunos casos a modificar la forma de comprender el tema de análisis o derribar los prejuicios que hasta entonces habían llevado a delimitar el campo de estudio de un determinado modo. De este modo, el autor se detiene en un primer momento a considerar las limitaciones fontales que sufren los investigadores de la Antigüedad y cómo el desarrollo de nuevas técnicas y teorías posibilitan acceder a nueva información ya sea gracias a nuevos descubrimientos, ya sea por la relectura de fuentes que ya teníamos, pero desde otra perspectiva. A continuación, se centra en la relevancia del empleo de teorías como medio a través del cual intentar comprender el mundo clásico. Pero, en la medida en que esas teorías condicionan las preguntas que les hacemos a las fuentes e, igualmente, las respuestas que ofrecemos en nuestros análisis, Morley subraya la importancia de explicitar los conceptos que usamos para lograr una discusión intelectual sincera. Por último, el autor se detiene en la relevancia tanto de las lenguas clásicas como de la arqueología para dedicarse al campo y plantea la idea de romper con algunas herencias que limitan hoy las investigaciones del área a pesar de los avances que se han obtenido. Por ello, aboga por trabajar en grupos multidisciplinarios para que el diálogo entre colegas ayude a corregir las falencias y a enriquecer la mirada de la Antigüedad mediante el aporte de diversos enfoques y perspectivas.
En este capítulo, encuentro dos pasajes poco claros. El primero, en página 58, en el cierre del párrafo que viene de la carilla anterior, Morley alude a un cambio de perspectiva en las investigaciones sobre Roma –también en los de Grecia– por el que los estudiosos empiezan a pensar desde “la perspectiva de los «nativos»” el intercambio cultural y a examinar
“cómo entendieron éstos la «cultura de Roma» (y hasta qué punto han contribuido a desarrollar la idea de qué significa ser romano), en vez de interpretarlo todo desde la perspectiva romana, como si se tratara de la propagación de la verdadera civilización a pueblos salvajes [Morley se refiere a los pueblos del norte de Europa].”6
El planteo, obviamente, no carece de interés y ha enriquecido el debate de la –al menos, convencionalmente denominada– romanización, por ejemplo. Pero Morley no dice cómo se ha podido llevar adelante aquel, si las fuentes literarias de que disponemos están permeadas por el sesgo romanocéntrico. Tampoco señala la existencia de otro tipo de ego documento, como podría ser un texto epigráfico.
El otro caso se encuentra en el párrafo de páginas 71-72, donde el autor inicia su reflexión sobre las interpretaciones que sugieren los investigadores y el riesgo de incurrir en anacronismo. Su planteo en el apartado es, sin duda, interesante, pero el lector se topa en el comienzo con una idea impregnada de cierto presentismo:
“De hecho, al apoyarnos de manera explícita en ideas y teorías modernas (conscientes de que estamos leyendo el pasado en términos de presente) es menos probable que obtengamos una lectura equivocada.”7
Lo que leemos aquí recuerda una idea similar desarrollada por Richard Hingley en su controvertido libro de 2005,8 la que generó polémica en su momento. Ver, a modo de ejemplo, las críticas de Jonathan Prag, Sviatoslav Dmitriev.9 De todos modos, la idea de Hingley reaparece, por ejemplo, en Martin Pitts y Miguel John Versluys.10
En el capítulo tres, “Entender el presente”, Morley comenta cómo el presente condiciona la interpretación del pasado, cómo la recepción juega su rol en la reinvención de ese pasado para reflexionar sobre el presente, que es influenciado por cuestiones de la Antigüedad, o para proponer una cuestión en vistas al futuro. De este modo, nota que lo clásico está en constante transformación.11 De allí, la importancia de analizar la recepción y el marco en que tiene lugar la reinvención, para lo cual, afirma Morley, es necesario un trabajo interdisciplinario, pues el investigador de la Antigüedad no es especialista en esos otros contextos.
Un aspecto interesante que subraya Morley en el capítulo es que
“la cultura clásica sigue siendo política, aunque no la usemos para reflexionar sobre las actuales convenciones políticas ni para criticar el actual estado de la sociedad, por el simple hecho de que la asumimos y reinterpretamos en el ámbito de unas estructuras y relaciones políticas. Siempre se discute sobre quién es propietario, sobre quién la reclama como suya, sobre quién la definió” (p. 104).12
Ahondando en esa idea, el autor muestra cómo ciertas lecturas de la Antigüedad han formado parte de ideologías nefastas y cómo ciertos grupos se han tratado de apropiar de ese pasado. Reaccionando contra esos casos, Morley aboga por democratizar los clásicos y discutir esas interpretaciones y apropiaciones. De todos modos, advierte contra la posibilidad de una crítica a dichas lecturas de los clásicos a partir de una autenticidad que no se puede verificar. Así, cierra el capítulo reflexionando sobre si
“¿Podemos oponernos a ciertas reinvenciones y empezar a calificarlas de «apropiación» y «mala interpretación», basándonos en que no nos agrada el resultado?” (p. 110).13
El capítulo 4, “¿Prever el futuro?”, propone una reflexión sobre la utilidad de los estudios sobre la Antigüedad Clásica para el presente. Morley reconoce que no hay respuestas simples y enfatiza que no hay que caer en cuestiones de futurología. Asimismo, como mostró en capítulos precedentes, señala que no hay que limitarse a lecturas simplistas ni al empleo de los clásicos como recurso de autoridad para legitimar acciones en el presente o futuro. El autor subraya que, como todas las sociedades, las de la Antigüedad clásica son complejas y es en el meditar sobre sus diferentes aspectos que podemos obtener frutos. De este modo, las lecturas de los clásicos nos permiten plantear preguntas útiles para considerar en nuestros presentes y revisar teorías formuladas a partir de nuestras sociedades modernas para ver en qué medida son válidas en otros casos. Todo ello permite complejizar las reflexiones sobre futuros posibles, tanto en lo que respecta a lo que deseamos como a lo que no queremos. En otras palabras, la utilidad de estos estudios está íntimamente vinculada con nuestra exploración y comprensión de las complejidades del ser humano.14
La propuesta de Morley es interesante, pero hay que tener presente sus límites o riesgos. Por ejemplo, el de terminar invirtiendo tiempo y esfuerzo en un estudio que no hace aportes sustanciales ni a los estudiosos de la Antigüedad, ni a los de historia contemporánea. Asimismo, algunas de estas propuestas además se ven señaladas por responder a intereses actuales, razón por la que obtienen financiamiento. El problema, claro está, no es el financiamiento, sino la sospecha que pesa luego sobre las conclusiones a las que llegan algunas investigaciones, que son criticadas por tergiversar el pasado en favor de una agenda política actual. Denuncias de este tipo podemos leer en Bryan Ward-Perkins y Frederik Naerebout.15
En el epílogo que cierra el libro, Morley hace un breve recorrido personal en el que explica por qué ha escrito la obra y por qué del modo en que lo ha hecho. De esta manera, retoma algunos puntos centrales y finaliza con un pedido a los colegas para que democraticen los estudios clásicos y, asimismo, para que tengan una participación más activa en los debates no solo sobre el lugar y la relevancia de dichos estudios en la actualidad, sino también sobre la recepción que se hace de la Antigüedad hoy. Especialmente, abogando por plantar cara a la apropiación del pasado griego y romano por parte de la ultraderecha y divulgadores autoritarios. Siguiendo, en ese sentido, la línea de investigadores como Mary Beard, quien fue víctima de ataques como los que Morley denuncia.
La exposición de las ideas es en general clara y solo encontré unos pocos errores de edición: en página 25 falta un que en “no es automáticamente verdad [que] esto sea cierto aplicado la filología Clásica”; en pág 35 nota 14 se lee Elliot en lugar de Eliot; en página 64, se lee Vindolandia en lugar de Vindolanda, al referirse a unos de los castros que custodiaban la muralla de Adriano en Britania; en página 98, dice twiter en lugar de twitter; y en página 107 falta un que en “Al igual [que] sucede…”. Finalmente, en nota 13 de p. 32, que contiene palabras pegadas, y en p. 149 –en este segundo caso, el enlace está mal citado– se citan dos títulos diferentes para un mismo artículo de Adradós, ambos incorrectos. El título correcto es “Nietzsche y el concepto de filología clásica” (Habis 1, 1970, 87-105).
En conclusión, el libro de Morley, dirigido más a los especialistas que a un público general, resulta un libro interesante que, por su planteo polémico, evidencia la actualidad de varios debates y, por eso mismo, invita a reflexionar tanto sobre el mundo clásico, como sobre nuestro propio quehacer como investigadores del mismo. Para bien y para mal, los clásicos están presentes y nos interpelan, por eso son importantes y no podemos renegar de ellos, pero podemos meditar a partir de ellos para pensar mejores futuros posibles.
Notas